domingo, 8 de febrero de 2015






Un día de invierno, un samurai sin maestro llegó al templo de
Eisai e hizo esta súplica:
«Soy pobre y estoy enfermo -dijo-, y mi familia se está mu-­
riendo de hambre. Por favor ayúdanos, maestro».
Dependiente como era de las limosnas de las viudas, la vida
de Eisai era muy austera, y no tenía nada que dar.
Estaba a punto de despedir al samurai cuando de repente se
acordó de la imagen del Buda Yakushi que estaba en la sala.
Acercándose a ella le arrancó el halo y se lo dio al samurai.
«Véndelo -dijo Eisai-, solucionará tus problemas».
El asombrado pero desesperado samurai cogió el halo y se
fue. «¡Maestro! -gritó uno de los discípulos de Eisai-, ¡eso es un
sacrilegio! ¿Cómo has podido hacer una cosa así?».
«¿Sacrilegio? ¡Bah! Lo único que he hecho ha sido poner la
mente del Buda, que está llena de amor y misericordia, a traba­jar,
para que nos entendamos. En verdad, si él mismo hubiera oído
al pobre samurai se habría cortado un brazo por él».

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